EL PARAGUAYO Y EL PODER

El poder es una gravísima tentación para el paraguayo. Quizá le sea para medio mundo menos unos pocos. Mediante el poder el hombre ocupa un lugar privilegiado dentro de la sociedad. En la tribu hay solo dos caminos para adquirir notoriedad: ser cacique o líder religioso.

Es muy notable el cambio que produce en el paraguayo. Inmediatamente asume una actitud de perdona-vida y, en el mejor de los casos, la de protector. Es sensible que se lo considere el protector. Se rompería el alma para no defraudar al protegido, porque el protegido será siempre inferior a él: el hombre de poder no se advendrá ya a encontrarse de igual a igual con los súbditos. Exigirá siempre lugar de preeminencia: consideraciones especiales y honores.

Debe figurar a la cabeza de cualquier emprendimiento u organización aunque no haga absolutamente nada. Nadie debe contar con él si le relega a segundo plano o lo tiene en calidad de subalterno de otro. En este caso, hará lo imposible por boicotear el trabajo para demostrar lo imprescindible que es la cabeza del emprendimiento.

No hablemos de un jefe partidario. Este sí que asumirá todos los roles posibles en una comunidad. Será alcalde, juez y, si se le permitiera, sería también cura párroco. Los de mayor rango nunca renunciarían a constituirse en Obispo. Por lo menos, no le faltarán nunca ganas de darle su debida advertencia y directivas para el mejor desempeño de sus funciones.

Ciertamente esta actitud es una aberración aún en relación a la cultura propiamente guaraní, en la que el “avaré“ y los “Pa´i constituían el freno a las posibles arbitrariedades del cacique o del poder civil. Hasta los podían destituir. Aquí ya se escapan las hilachas del ciudadano.

El problema del paraguayo con poder es la desubicación. Es un cacique en un estado civilizado. Cuando el país debe ya caminar por la sendas marcadas por las instituciones y las leyes, él se considera aún el regente personal de las res pública o de la sociedad.

La autoridad en un estado civilizado se encuentra condicionada por las leyes e instituciones bien establecidas. Las personas quedan al servicio de estos instrumentos de gobierno. El cacique, sin embargo, tiene solamente la costumbre como fuente de inspiración para resolver los casos de la vida comunitaria. El sería la ley: condición ésta que reviste de una enorme responsabilidad al cacique. Sus deficiencias caen totalmente sobre él, mientras, en el caso de los mandatarios, se pueden dar otras explicaciones para disculparse. Por esta causa el cacique es nombrado siempre en consideración de sus dotes personales de conducción y prudencia. Teóricamente estas dos virtudes fundamentales para la tribu no serían de absoluta necesidad en un estado civilizado dado que las leyes, se supone, son sabias e infalibles y que el mandatario medianamente inteligente los aplicaría juiciosamente. En otro supuesto, que muchas veces resulta fallido, es la competencia del mandatario. Sabido es que las leyes y las más correctas instituciones dependen del hombre que las emplea. Las buenas leyes no se aplican según el espíritu que las anima, en manos de dignatarios incorrectos e incapaces. Cobran fuerza solamente en los hombres dotado de sabiduría y buena voluntad. La ley es su instrumento.

Desde el momento que el paraguayo constituido en autoridad es un cacique, la ley no será el condicionamiento de su conducta sino el instrumento con el cual demostrará su poderío. Le ley siempre será él. Las autoridades superiores serán incuestionables. Las inferiores invocarán la famosa orden superior, la instancia incuestionable, de una u otra manera.

En un cacique es muy importante la ascendencia comunitaria en razón de sus dotes personales, en consideración de las cuales se lo ungirá cacique. La comunidad se encarga de ungirlo. Su fidelidad, pues, la debe a la comunidad así como la comunidad se le debe a él. Forman un todo único. En cambio, cuando existe cacique en un estado civilizado, no de la comunidad la que lo unge sino es el protector. Su fidelidad entonces la guardará al protector. Su status no proviene de las ascendencia sino de la protección. Es un cacique desubicado y distorsionado. La ley, por supuesto. En manos de este señor servirá en gran parte para afianzar y respaldar su propia voluntad o capricho.

Los autócratas en el Paraguay son explicables al igual que la deshonestidad pública, sea cual fuere la ideología en cuyo nombre se detenta el poder. El disenso, aunque a veces se permite, nunca ha sido efectivo. En el mejor de los casos, se lo ha permtido hasta que amainaba por cansancio, y, en el otro caso, se ha recurrido a diferentes medios para acallarlo. Por desgracia el disenso paraguayo no tiene el pudor de disimular su apetito de poder. No sé si habría un solo paraguayo que no aspira el poder. Es que los hombres de poder cuentan con todos los medios para imponer su voluntad y obtener provecho personal en nombre de la ley tomada de los pelos. No es que el paraguayo se contente con el romántico “oré ro mandá”. (Nosotros mandamos).

La intemperancia será la característica de los caciques desubicados. No reprimirá sus caprichos, no respetará la res pública, no pondrá coto a sus instintos agresivos, entre los cuales se encontrará el sexo. El hombre de poder en el Paraguay emulará a los más renombrados califas, con la diferencia de que mantendrán su frondoso harem con el erario nacional. Entre nuestros ancestros aborígenes uno de los privilegios del cacique era tener derecho de poseer mujeres y se vanaglorian por este hecho. Poner (o: poder ?. Ob.de FA-RE-MI:no queda claro en el libro…) constituye su talón de Aquiles. Los caudillos populares conocen esta debilidad y la explotan al máximo para granjearse la benevolencia de los dignatarios. El pueblo lo sabe. Dice: “el que tiene una hermana puta y un hermano militar, será un privilegiado en este país”.

Esta concepción del poder se agudizará en la medida en que escalen los hombres de extracción popular, profundamente popular. En el campo y en la periferia de las ciudades se encuentra fuerte la cultura tribal. Por otra parte, la cultura nacional se vigoriza con la participación de los hombres del campo. Asi que la solución del problema del hombre de poder no se solucionará recurriendo a un cierto elitismo sino en la educación de la conciencia civica, sueño de Don Carlos Antonio López, sepultado a siete metros bajo tierra después de la Guerra del 70.

El paraguayo, sino puede mandar, encuentra una línea de parentesco con el poderoso. Si no la encuentra, se amigará con el compadre. El Paraguay es el país de los compadres. Es que el ciudadano común necesita de este respaldo porque no le ampara ningún derecho. Solamente es objeto de obligaciones y expuesto al capricho del hombre de poder.

El paraguayo nunca tuvo voz y, mucho menos, voto efectivo. Se lo ha convertido en esclavo dorado por la ficción libertaria del contrato social de Rousseau. Lo tiene en la medida que un compadre lo ampara. Con mucha razón el paraguayo deseará el poder, gracias al cual le sonríe el derecho que abarca el mundo de los caprichos.

Tomado del libro: 
Editorial: EL LECTOR (Setiembre de 1994; 3ra. Edición). 
Asunción, Paraguay

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