En medio de la calma de aquella noche de marzo, el Mariscal revistaba su ejército. Como una vaga pincelada blanca se perfilaban las líneas de los cuerpos, prolongándose en la penumbra triste y suave, llena de rumores, en los cuales parecía desleírse toda la melancolía de las almas y de las cosas.–¡Soldados del 14! – dijo el Mariscal– ¡Cuatro pasos al frente!
Y avanzaron quince hombres, semidesnudos, con el fusil terciado, la frente altiva.
El guerrero los contempló un momento, y luego ordenó:
–¡Soldados del 43, a revistarse!
Cuatro soldados se destacaron de la línea. No quedaban más. Los cuatrocientos que faltaban al regimiento dormían el buen sueño de la calma infinita en el fondo de los esteros, bajo las ruinas de los pueblos, entre los fosos de las trincheras.
Aquellos cuatro hombres se perfilaban entre la noche, firmes, solemnes, rígidos.
–¡Soldados del 46!– continuó el Mariscal.
Y avanzó una sola sombra. Algo de inmenso flotaba sobre ella. Ese hombre llevaba la bandera.
–¡Soldados del 40, a la orden de revista!– mandó aquel amo de pueblos.
Y sólo le respondió la noche con los vagos sollozos de la selva…
Y avanzaron quince hombres, semidesnudos, con el fusil terciado, la frente altiva.
El guerrero los contempló un momento, y luego ordenó:
–¡Soldados del 43, a revistarse!
Cuatro soldados se destacaron de la línea. No quedaban más. Los cuatrocientos que faltaban al regimiento dormían el buen sueño de la calma infinita en el fondo de los esteros, bajo las ruinas de los pueblos, entre los fosos de las trincheras.
Aquellos cuatro hombres se perfilaban entre la noche, firmes, solemnes, rígidos.
–¡Soldados del 46!– continuó el Mariscal.
Y avanzó una sola sombra. Algo de inmenso flotaba sobre ella. Ese hombre llevaba la bandera.
–¡Soldados del 40, a la orden de revista!– mandó aquel amo de pueblos.
Y sólo le respondió la noche con los vagos sollozos de la selva…
Ante su deshilachada tienda de campaña, el Mariscal contemplaba los restos de su ejército. Sus ayudantes, silenciosos, le rodeaban, sin atreverse a aproximársele. A la distancia, allá en el seno de las frondas vecinas, un pájaro nocturno desgranaba dulcemente su rosario de arpegios.
Aquel hombre se contemplaba en ese instante, de pie ante la Historia, en la noche precursora de lo inevitable, entre el claroscuro que anunciaba el alba, el día próximo que iba a traer, con su luz, con la sonrisa de los cielos y las alegrías intensas de la vida, la caricia desoladora de la muerte, la desesperación de la última derrota, el vértigo sin límites de la postrer caída.
Incendiaban el alma del guerrero todas sus bravuras, sus odios, sus desesperanzas. Por su cerebro pasaba la visión de los esfuerzos que efectuara, de aquel avance fracasado, de aquella resistencia desesperada a través de las llanuras, las montañas y las selvas.
No le quedaban en aquella hora ni hombres, ni fusiles, ni cañones. Sus esqueletos de regimientos estaban sin caballos, sin carabinas, y sus soldados dormitaban al pie de las lanzas clavadas en el suelo, muchas de las cuales no tenían hierros ni banderolas, porque aquellos quedaron clavados en el pecho del contrario y éstas se desflocaron con los vientos de cinco años y las pudrieron las lluvias.
De sus conciudadanos no quedaba sino un montón informe, un harapo de pueblo, durmiendo el sueño de su desgracia, allí, entre los destruidos convoyes, bajo el frío relente del rocío. Y sobre los cuerpos tendidos en la hierba fina y suave, sentíase pasar el tenue viento nocturnal como una leve caricia.
–Tuyutí, Estero Bellaco, Curupayty…– exclamaba el guerrero. Era la visión del pasado, del ayer inmediato, de la defensa toda aún subsistente, sin que hubieran bastado para anular la soberbia expresión de su fiereza, ni los contrastes continuos, ni las fatalidades todas, cayendo sobre sus hombros con el desplome colosal de una montaña.
¡Y aquel señor de naciones, a quien concluían de hostigar sus mismos hermanos en la raza, dentro del cerco de hierro en que le envolvían; aquel amo de pueblos, ante cuyo camino se prosternaban las multitudes, como ante el paso de un dios; aquel guerrero cuya espada se aprestaba a describir bajo los cielos la elíptica sangrienta, entre cuyos términos iba a rimarse el último canto de la epopeya, se sintió inmenso porque se sintió la Patria!
Por caminos tristes y polvorientos veía marchar, como en los pasados días, aquella larga columna de desolación y de miseria, moviéndose lentamente bajo la caricia de fuego de los soles estivales, marchando en pos de la desesperación, de la derrota y de la muerte.
Era un largo y doliente desfile de siluetas blancas; blancuras de guiñapos sobre palideces de carnes corroídas por el hambre; blancuras de muerte sobre rostros en los cuales agonizaban las más dulces y rojas rosas de la juventud; albas livideces impresas en frentes impúberes por los más hondos sufrimientos; blancuras de niños muertos sobre el pecho exhausto y flácido, que se negaba a derramar una gota de la generosa leche de la madre; nieves tempranas sobre cabezas que ayer mismo ostentaban esa aureola primaveral formada sobre las sienes por la comba del rizo negro o la voluta del bucle rubio.
Hombres veía, tambaleantes sobre el camino, como borrachos por el hambre. Tenían grandes ojos dilatados mirando hacia los cielos, ojos sonámbulos, percibidores al acaso de quién sabe qué visiones de paz, de hondo descanso más allá del horizonte y aún más allá de la existencia misma.
Miraba caer ancianas con la frente sobre el polvo, entregándose a la eternidad sin un solo gesto, sin un solo estremecimiento; mientras que pequeños agonizantes llenaban los aires con sus vagidos desesperados, última protesta de la vida contra la infecundidad del destino y la esterilidad nauseabunda de la tumba.
Entre compactos grupos de mujeres, veía llegar a los heridos, a los moribundos, a aquellos a quienes la suprema insondable roía con su único e implacable diente. Algunos, tirados sobre carros desvencijados, clamoreaban sin término y sin consuelo; otros, con sus carnes carcomidas por el abandono, exhibían al aire libre las más asquerosas muecas de la infelicidad humana; varios, agitaban lentamente sus manos, cual si persiguieran la forma de una visión desvanecida entre sus dedos.
Y aquello era el crimen de que se le acusaba, el gran delito de caer con todo su pueblo, de sumirlo en su fosa, de arrastrarlo en su caída de coloso herido y hostigado a la profundidad del abismo en que él mismo se tumbaba, en el vértigo de esa parábola inmensa, cuyo término fatal tenía que ser la trágica hediondez de un sudario.
Entonces, en esos ojos que no habían llorado jamás, profundos ojos pardos que contemplaron impasibles el ataque, el incendio y la derrota, brilló una lágrima, como un último esplendor de sol languideciente sobre el fondo cobrizo de un ocaso.
Y la larga columna de desesperación y de miserias seguía marchando lentamente, sobre el camino calcinado por el sol, envuelta en sus blancos guiñapos, entre los bosques floridos, bajo la serenidad impasible del espacio.
Llegaba el día. Y ante el ejército que se aprestaba a la pelea, el Mariscal saludó por última vez el estandarte, entre tanto que el Aquidabán mugía a la distancia entre sus rocas centenarias, como si llevara a los mares lejanos y rumorosos el alarido de protesta con que se desplomaban un ideal, una patria y una raza.
Aquel hombre se contemplaba en ese instante, de pie ante la Historia, en la noche precursora de lo inevitable, entre el claroscuro que anunciaba el alba, el día próximo que iba a traer, con su luz, con la sonrisa de los cielos y las alegrías intensas de la vida, la caricia desoladora de la muerte, la desesperación de la última derrota, el vértigo sin límites de la postrer caída.
Incendiaban el alma del guerrero todas sus bravuras, sus odios, sus desesperanzas. Por su cerebro pasaba la visión de los esfuerzos que efectuara, de aquel avance fracasado, de aquella resistencia desesperada a través de las llanuras, las montañas y las selvas.
No le quedaban en aquella hora ni hombres, ni fusiles, ni cañones. Sus esqueletos de regimientos estaban sin caballos, sin carabinas, y sus soldados dormitaban al pie de las lanzas clavadas en el suelo, muchas de las cuales no tenían hierros ni banderolas, porque aquellos quedaron clavados en el pecho del contrario y éstas se desflocaron con los vientos de cinco años y las pudrieron las lluvias.
De sus conciudadanos no quedaba sino un montón informe, un harapo de pueblo, durmiendo el sueño de su desgracia, allí, entre los destruidos convoyes, bajo el frío relente del rocío. Y sobre los cuerpos tendidos en la hierba fina y suave, sentíase pasar el tenue viento nocturnal como una leve caricia.
–Tuyutí, Estero Bellaco, Curupayty…– exclamaba el guerrero. Era la visión del pasado, del ayer inmediato, de la defensa toda aún subsistente, sin que hubieran bastado para anular la soberbia expresión de su fiereza, ni los contrastes continuos, ni las fatalidades todas, cayendo sobre sus hombros con el desplome colosal de una montaña.
¡Y aquel señor de naciones, a quien concluían de hostigar sus mismos hermanos en la raza, dentro del cerco de hierro en que le envolvían; aquel amo de pueblos, ante cuyo camino se prosternaban las multitudes, como ante el paso de un dios; aquel guerrero cuya espada se aprestaba a describir bajo los cielos la elíptica sangrienta, entre cuyos términos iba a rimarse el último canto de la epopeya, se sintió inmenso porque se sintió la Patria!
Y la visión del éxodo de su pueblo también cruzó por su mente.
Por caminos tristes y polvorientos veía marchar, como en los pasados días, aquella larga columna de desolación y de miseria, moviéndose lentamente bajo la caricia de fuego de los soles estivales, marchando en pos de la desesperación, de la derrota y de la muerte.
Era un largo y doliente desfile de siluetas blancas; blancuras de guiñapos sobre palideces de carnes corroídas por el hambre; blancuras de muerte sobre rostros en los cuales agonizaban las más dulces y rojas rosas de la juventud; albas livideces impresas en frentes impúberes por los más hondos sufrimientos; blancuras de niños muertos sobre el pecho exhausto y flácido, que se negaba a derramar una gota de la generosa leche de la madre; nieves tempranas sobre cabezas que ayer mismo ostentaban esa aureola primaveral formada sobre las sienes por la comba del rizo negro o la voluta del bucle rubio.
Hombres veía, tambaleantes sobre el camino, como borrachos por el hambre. Tenían grandes ojos dilatados mirando hacia los cielos, ojos sonámbulos, percibidores al acaso de quién sabe qué visiones de paz, de hondo descanso más allá del horizonte y aún más allá de la existencia misma.
Miraba caer ancianas con la frente sobre el polvo, entregándose a la eternidad sin un solo gesto, sin un solo estremecimiento; mientras que pequeños agonizantes llenaban los aires con sus vagidos desesperados, última protesta de la vida contra la infecundidad del destino y la esterilidad nauseabunda de la tumba.
Entre compactos grupos de mujeres, veía llegar a los heridos, a los moribundos, a aquellos a quienes la suprema insondable roía con su único e implacable diente. Algunos, tirados sobre carros desvencijados, clamoreaban sin término y sin consuelo; otros, con sus carnes carcomidas por el abandono, exhibían al aire libre las más asquerosas muecas de la infelicidad humana; varios, agitaban lentamente sus manos, cual si persiguieran la forma de una visión desvanecida entre sus dedos.
Y aquello era el crimen de que se le acusaba, el gran delito de caer con todo su pueblo, de sumirlo en su fosa, de arrastrarlo en su caída de coloso herido y hostigado a la profundidad del abismo en que él mismo se tumbaba, en el vértigo de esa parábola inmensa, cuyo término fatal tenía que ser la trágica hediondez de un sudario.
Entonces, en esos ojos que no habían llorado jamás, profundos ojos pardos que contemplaron impasibles el ataque, el incendio y la derrota, brilló una lágrima, como un último esplendor de sol languideciente sobre el fondo cobrizo de un ocaso.
Y la larga columna de desesperación y de miserias seguía marchando lentamente, sobre el camino calcinado por el sol, envuelta en sus blancos guiñapos, entre los bosques floridos, bajo la serenidad impasible del espacio.
Llegaba el día. Y ante el ejército que se aprestaba a la pelea, el Mariscal saludó por última vez el estandarte, entre tanto que el Aquidabán mugía a la distancia entre sus rocas centenarias, como si llevara a los mares lejanos y rumorosos el alarido de protesta con que se desplomaban un ideal, una patria y una raza.
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